Pasaba los días y las noches llorando. No necesitaba ningún
motivo y cualquier ocasión era buena. Sin previo aviso, su expresión, fuere la
que fuese, se convertía en un aguacero y millones de lágrimas resbalaban por
sus mejillas dejando un mapa de líneas brillantes hasta llegar a la barbilla y
finalmente, tras resistirse y tambalearse durante unos segundos, caer en un profundo
abismo y entonces desprenderse y desaparecer para siempre.
El agua todo lo arrastra y ella lloraba tanto que, un buen día, sus ojos no lo resistieron más y empezaron a perder tinta. La tristeza borró el azul del iris hasta volverlo completamente marrón, como si se tratara de un mar seco que deja ver la arena que hasta entonces había guardado celosamente escondida.
El agua todo lo arrastra y ella lloraba tanto que, un buen día, sus ojos no lo resistieron más y empezaron a perder tinta. La tristeza borró el azul del iris hasta volverlo completamente marrón, como si se tratara de un mar seco que deja ver la arena que hasta entonces había guardado celosamente escondida.
Y así fue como sus lágrimas dejaron de ser transparentes gotas
de lluvia para convertirse pues, en un chispeante
líquido lapislázuli que quedaría permanentemente impregnado en su piel, como
una prueba eterna de todos los momentos trágicos ya vividos.
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